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Fin al misterio: La ciencia descubre la identidad genética del yeti

Científicos develan los orígenes de la criatura bípeda del Himalaya, también conocida como el “abominable hombre de las nieves”.

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Redacción ElNueve.com
9 de diciembre de 2017 | 15:34

El yeti es uno de los misterios del mundo natural que más atención ha despertado en la imaginación humana. Ahora, un estudio genético llevado a cabo por la profesora de Biología de la Universidad de Búfalo (Nueva York) Charlotte Lindqvist, a base de pruebas orgánicas dejadas por la misteriosa criatura, ha desvelado la verdadera identidad del yeti o “abominable hombre de las nieves”.

La investigación publicada esta semana en la revista Proceedings of the Royal Society B ha concluido sin ninguna duda que las pruebas de ADN practicadas sobre restos de pelo, piel, huesos y excrementos del supuesto yeti se corresponden con tres osos diferentes (el negro asiático, el marrón tibetano y el marrón del Himalaya). El yeti o bigfoot es, en realidad, un oso. Lo que pocos saben es que mucho antes, hace ya casi un siglo, antiguos periódicos españoles ya adelantaban una solución al enigma muy similar a la conocida ahora.

Las historias de hombres salvajes están presentes en las mitologías y folclores del mundo entero, pero no fue hasta que se iniciaron las expediciones al Himalaya cuando la leyenda del yeti empezó a aparecer en los medios occidentales. En la integrada en 1921 por el teniente coronel Howard-Bury, sus miembros contemplaron en las pendientes nevadas unas siluetas a 6.000 metros de altura y, cuando alcanzaron aquella cota, descubrieron unas descomunales pisadas.

La prensa española se hizo eco del suceso: el 12 de enero de 1922, una crónica del diario La Voz dio cuenta de los resultados científicos obtenidos por la expedición, los cuales se resumían en una colección de «pájaros, mariposas, insectos, pescados, ranas, algunos mamíferos, el oso, el famoso "terrible hombre de las nieves", que ha movido la sagacidad de los críticos, excitado la imaginación y hecho escribir infinidad de cosas y no pocas tonterías». La transcripción es literal, así que nos surge la duda: ¿falta alguna coma en el texto o relaciona implícitamente al hombre de las nieves con los osos?

Aunque el hito más importante que hizo que la leyenda del yeti se alimentara y difundiera por el mundo tiene nombre propio y una fecha muy concreta: es la célebre fotografía que el alpinista Eric Shipton tomó en noviembre de 1951 en el Everest. Aquella huella inmensa sobre la nieve despertó la curiosidad de Occidente sobre el yeti. Hasta el propio Edmund Hillary, conquistador del Everest, se esforzó por aclarar el misterio. Porque ¿qué descomunal ser podía haber dejado semejantes huellas y, sobre todo, a tal altura?

Las huellas han sido precisamente las pruebas más abundantes que se han aportado para demostrar la existencia del yeti. Sin embargo, hacía falta algo más, alguna prueba más consistente y definitoria para iniciar un estudio serio sobre el fenómeno. Por eso en los últimos años se ha acudido a los pelos dejados por la supuesta criatura. Esto es lo que hizo un reputado genetista británico llamado Bryan Sykes.

En su estudio, publicado en Londres en 2015, analizó decenas de muestras de pelo recibidas de diversas zonas geográficas. Dos de ellas le resultaron interesantes: coincidían con el mismo tipo de animal a pesar de las distancia geográfica que las separaba. Una pertenecía a una criatura abatida hace 40 años en Ladakh (India) por un cazador, que la guardó porque el animal le parecía extraño, como una especie intermedia entre «lobo y oso», sin tratarse de ninguno de los dos. La otra muestra fue encontrada por un equipo de rodaje en un bosque de bambú de Bután hace 10 años, en el recoveco del tronco hueco de un árbol. 

Al comparar su ADN con los de otros animales almacenados en GenBank, la base de datos de secuencias genéticas de los Institutos Nacionales de la Salud (NIH) de Estados Unidos, Sykes comprobó que ambos encajaban al 100%. Lo sorprendente es que el genoma de ambas muestras coincidían a la perfección con un resto fósil: el genoma de una mandíbula de oso polar primitivo encontrada en Svalbard (Noruega), que tiene entre 40.000 y 120.000 años.

 

Fuente: El Mundo

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