PASIONES ALTAS PARA TEMPERATURAS BAJAS

El cuento de un mendocino para retratar momentos imborrables de la infancia

Pasiones altas para temperaturas bajas es un ciclo de cuentos cortos pensado para acompañar tus ratos libres con palabras, emociones y algunos mundos imaginarios. Como apertura a este ciclo de lectura presentamos: Inviernos, un texto que como no podía ser de otro modo, se lo dedicamos a #SuperPapá.

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Redacción ElNueve.com
17 de junio de 2022 | 16:26

INVIERNOS

En mi niñez un solo invierno podía llegar a durar años. El tiempo no se media en horas, días y
semanas. Sino que transcurría a partir de feriados, asuetos y fines de semana. Allí los segundos
se volvían elásticos y el ocio parecía no tener final. No quiero decir que con el verano esto no
sucediera. La semana de navidad y las vacaciones en la paya podían prolongarse por décadas
dentro de la mente reposada de un niño que todavía no conoce la ansiedad. Pero una vez
avanzado el otoño, mi cuerpo de siete años comenzaba a experimentar algo peculiar.

Volvía a encontrarse con viejos amores de vidas pasadas. De cuando tenía seis, incluso cinco años. El
olor narcótico de la lámpara de querosén y la lujuria del pan tostándose en la mañana. La
legalidad del café, al menos con leche y las letras dibujadas por las yemas de mis dedos sobre
el vidrio frio de la ventana. El vapor desde la bañadera segándome los ojos y un guiso materno
invitándome a dormir una siesta polar. Pero entre todos estos placeres, había uno que era mi
favorito y mi preferido. Despertarme relativamente temprano cuando no tenía clases, huir de
mi colchón de una plaza y zambullirme como un gato holgazán en la cama matrimonial de mis
padres. Una columna de almohadas sostenía mi torso en forma de Torre de Pisa y sus sábanas
aun conservaban la calefacción corporal de sus antiguos huéspedes. En frente, a un control
remoto de distancia, estaba el televisor. El grande, de 29 pulgadas. Solo para mí. Lo enciendo y
me permito la bacanería adulta del zapping.

Con lo primero que me encuentro es con el Canal 9 reproduciendo un programa australiano de
los años 80. Se llama Supermatch y me divierte, pero los disfraces de los participantes me
provocan un poco miedo.

Después le suceden los canales aburridos, uno de ellos se llama Sony y es el que peor me cae
de todos, porque solo pasan programas subtitulados que no alcanzo a leer. Algunas veces mi
mamá lo mira con mi hermano mayor cuando almorzamos y se ríen a carcajadas durante toda
la comida, pero yo no logro cazar una. Por eso lo odio. Después vendrán los de deporte y los
magazine, hasta llegar al canal Rural, que si bien allí sí hablan castellano, tampoco entiendo de
que se trata, pues soy solo un niño. Entre los canales 23 y 38 la cosa se pone un poco mejor.
Aparecen los de naturaleza y ciencia, que si bien no suelo mirarlos muy seguido, siempre que
puedo alardeo sobre sus contenidos en reuniones de gente adulta. Son los canales
políticamente correctos. Luego por fin llegan los dibujitos. El primero con el que me topo es
con Nick Jr, el hermanito preescolar del nostálgico Nikelodeon, que por entonces solo lleva un
años al aire y su emisión para niños grandes recién comienza entrado el mediodía. Hasta el
invierno pasado Nick Jr me simpatizaba, pero ahora las bananas en pijamas y esa cara que
cambia de color y dice “tu-tu-ru” cada dos por tres no me generan más que vergüenza. Los
niños crecemos muy rápido.

La TV por cable que tenemos en casa no engancha la señal de Cartoon Network, por eso es el
primer canal que busco cuando estoy en la casa de algún amiguito con Direc TV. Como premio
consuelo, el servidor que contrató mi familia me ofrece a Magic Kids y los últimos meses de
The Big Channel, canales un poco rancios con publicidades geniales. Finalmente una X amarilla
me sitúa en el sitio al cual quería llegar desde que agarré el control remoto. Esto del zapping
fue un fraude. Fox Kids lo tiene todo. Las series animadas de X-Men y Gárgolas, los tenebrosos
Cuentos de la Cripta y Mighty Morphin Power Rangers. Los originales de la primera temporada,
con Tommy Oliver y Kimberly, con quien mantengo un romance secreto. Ahora sí nada puede
salir mejor, pero la infancia siempre se la ingenia para volverme a sorprender. Siento que
alguien golpea la puerta y al instante la abre con cautela. Allí viene la Carmencita. La señora
que limpia en mi casa y que tiene más de diez hijos, pero yo prefiero entenderla como una tía

solterona que siempre me lleva el apunte con mis caprichos. Su metro cincuenta intenta hacer
equilibrio con la bandeja que sostiene sobre sus antebrazos mientras se me aproxima con una
sonrisa pícara. Mi experiencia de niño mimado reconoce a la distancia que lo que esa mujer
lleva hasta la cama es mi desayuno. Café con leche y tortitas de hoja. La ecuación perfecta
entre carbohidratos y psicoactivos. Una vez que el aroma del café se introduce por los orificios
de mi nariz, los dedos de mis pies se contraen en un escalofrío que avanza hasta mi cara,
dejándome las pupilas gigantes y una sonrisa todavía mayor. Devoro el desayuno en menos de
cinco minutos y retomo rigurosamente los dibus. Luego de varias tandas publicitarias
comienzo a sentir como el sol me encandila desde la ventana. Ya dio media vuelta, debemos
estar cerca del mediodía.

A penas termina Spider-Man, otro superhéroe ingresa en la habitación. Luce una chomba, un
jean azul y se está quedando calvo. Entre onomatopeyas me habla en un idioma que solo
nosotros dos entendemos. Avanza hasta la cama y con una mirada cómplice me invita a luchar.
Tumba canela de por medio, me enreda con una llave japonesa, me reincorporo y logro
escaparme por un instante, hasta que una lluvia de cosquillas me reduce y pierdo el combate
de nuevo. Siempre pierdo, porque todavía no pego el estirón de los once. Recién ahí la balanza
será más justa. Aunque cuando el adversario es mi papá y con quien juega es conmigo me da
igual ganar o perder. Antes de retirarse del cuadrilátero me alarma que en diez minutos
comemos. Que sea él quien me avise esto, llama curiosamente mi atención, por lo que le
pregunto por el día. -Es domingo- contesta y recién entonces me hago consciente del olor a
tronco quemado que ingresa desde el patio. Deduzco que vamos a comer un asado, e
inconforme supongo dos buenas noticias más: probablemente almorcemos todos juntos y
pueda ver a mis tres hermanos al mismo tiempo. Una linda costumbre que dejará de ser
habitual dentro de poco. Cuando el Baby se enamore y se vaya a vivir a Puerto Madryn.

Comienzo a vestirme para la tertulia, cuando siento a mi abuela Irma llamándome desde su
habitación. Me pregunta si está linda, mientras sonríe coqueta frente al espejo. Desde el
reflejo le respondo que está hermosa y ella me pinta un beso en la frente con su lápiz labial.
Los dos nos miramos juntos a través del vidrio y nos detenemos unos segundos para guardar
en la memoria esa fotografía. Los celulares con cámara todavía no existen. Antes de salir de su
habitación también guardo para siempre sus manos casi transparentes sujetando un rosario, la
dulzura de su colonia de jazmín y el bastón de madera que hoy conservo en mi departamento.
Mientras busco mi lugar en la mesa observo a mi mamá guardar una torta en la heladera.
Pienso que la sobremesa será larga, pero todavía no son ni las dos de la tarde y ya hice un
montón de cosas. Cuando los grandes se vayan a dormir la siesta voy a salir a patear la calle
hasta encontrarme con otro amigo en una situación similar a la mía. Jugaremos hasta que
caiga el sol y finalmente me manden a bañar. Recién entonces mi sonrisa permanente volverá
de a poco a tomar la facción normal de mi rostro. Mañana será lunes y faltarán como cien años
para que sea domingo de nuevo, pero no importa, el invierno es largo.

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